lunes, 2 de octubre de 2017

El Paraíso Invisible




Tuve mucha suerte con el temblor de hace una semana. Estaba sentada en el escritorio, y con la primera sacudida miré las lámparas, incrédula. Pensé que los gatos, jugando, habían empujado mi silla, pero de pronto los vi volar alrededor mío para buscar refugio. Me alarmé cuando el movimiento me impidió seguir caminando hacia la puerta, que Doña Laura (quien, por fortuna, es la vecina de al lado) ya golpeaba con desesperación. Cuando abrí por fin, las tomé a ella y a Caty y las cubrí con mis brazos, las sentí repentinamente minúsculas, pero no porque yo hubiera aumentado de tamaño. Me di cuenta enseguida de que el gesto, las caricias con las que pretendía calmar a mi mamá eran exactamente las mismas que ella empleó conmigo 32 años antes, cuando me protegió, aferrada a una columna, durante el temblor del 85. No supe hasta entonces lo bien que recordaba todos los horrores de aquellos días, a pesar de ser apenas un moco. El cuerpo tiene una memoria propia que nos agarra desprevenidas.

No tiene caso que hable de lo que viví después, y no porque quiera guardar discreción: tengo una fuerza tan limitada que necesité tanto la mano derecha como la izquierda para hacer lo que hacía falta, por desgracia, ambas saben lo que hicimos esos días y eso es suficiente. No sería lección, ni entretenimiento, ni iluminación para nadie. Seré sincera y breve: diré que tuve mucho miedo, que traté de ayudar en lo que pude, que me sentí insignificante ante los escombros, ante el aguacero del miércoles y la tristeza. Cargué poco y cuidé mucho. Escuché. Estuve. Intenté ser útil para mi familia, incluidos los no-humanos. Me dediqué, sobre todo, a amar y a tratar de corresponder el amor, que para eso no soy tan mala. Todo se sentía igual a como lo imaginé en un cuentito sobre el fin del mundo que escribí hace unos años, un apocalipsis feliz, con breves y dulces reconciliaciones familiares renovándose en ciclo perpetuo como las figuras de una lámpara de lava. Agradezco que la semejanza haya podido ser de esa naturaleza.

Quiero decir; la consecuencia más fea de todo esto, en mi propia vida, fue ser testigo de la pérdida y el dolor de los otros, que comparto; la impotencia por lo poco que puedo hacer; y la rabia hacia la ineptitud de las autoridades. Esas consecuencias son manejables y finitas, no son nada. De nuevo: qué suerte. Lejos de mí está el deseo de quejarme de esa buena fortuna, pero sí quisiera decir (sobre todo porque decir es una voluntad que creí desaparecida hasta este momento en que escribo) que me comieron la lengua los ratones. Esa otra consecuencia fea y afortunada que tuve fue que de pronto me pareció que no tenía nada valioso que decir; lo que, en general, es muy saludable (obliga a pensarse más las cosas antes de expresar cualquier babosada, como mínimo), pero para alguien que escribe es un poco más grave, porque quienes escribimos nos hemos hecho a la idea de que somos lo que decimos, y peor aún, que lo dicho sirve para algo. La parte de mí misma en que más confío como útil para los demás no tenía nada provechoso que aportar en un momento de gran necesidad. Y más que lamentarme por mi falta de pericia, de talento u oficio palabresco, me di cuenta de las muchas otras cosas que me falta aprender para ayudar, para construir, para no estorbar. Desde el 19S, mis ya habituales y modestas fantasías deportivas se convirtieron en fantasías atléticas de supervivencia. Como cuando era niña, mis deseos para el futuro consistieron, de nuevo, en ser fuerte y valiente.

Pero una no puede evitar ser quien es al volver, no la normalidad ("La normalidad", dice Jesús Silva Herzog, "es el lugar al que no debemos volver nunca"), sino a cierta rutina, errante y nebulosa, pero constante y familiar correr de minutos, al fin y al cabo. Después de la urgencia y el desahogo, para recuperar cierta paz, Vero Murguía y yo nos pusimos a platicar de lo de siempre: de los pensamientos recurrentes tipo "Soy una mensa", de que no nos gustan los rábanos, de por qué Jonathan Strange y el Señor Norrell (de Susanna Clarke) debería tener más lectores, de los ensayos de Colm Toiben, y de alquimia, pues le conté que antes de todo el desastre estaba escribiendo un cuento con María La Judía en mente. Generosa, como siempre, me recomendó echar ojo a "La Rosa de Paracelso" de Borges, porque nunca viene mal saber qué ha dicho ese inmerecido amigo sobre cualquier cosa, la mera verdad.

En cuanto desperté al día siguiente lo busqué en línea. Lamenté no tener un ejemplar de La memoria de Shakespeare y, al mismo tiempo, recordé que desde hace unos días la perspectiva de quedarme sin ese cúmulo de objetos inmóviles al que cada quién llama Miscosas no me parecía grave como la angustia de no saber cómo estaban –si estaban– ese cúmulo de sujetos móviles y autónomos al que cada quién llama MisSeresQueridos. Pero eso debe ser porque no perdí nada, ningún esfuerzo de toda la vida, ningún recuerdo, como tanta gente que dormirá esta noche en el camellón de la avenida frente a la que fue su casa.

El cuento narra lo siguiente: Paracelso, el médico y alquimista suizo del siglo XVI, pide a dios un aprendiz. Poco después llama a la puerta un muchacho que le promete ser el discípulo más fiel si Paracelso demuestra que es capaz de hacer resurgir de las cenizas una rosa lozana, después de haberla quemado. 

Paracelso le hace ver al joven la imprudencia de semejante petición. Lo que necesita, le dice, es fe para emprender el arduo camino del Arte. El muchacho insiste pero Paracelso responde que ni ese prodigio le daría la fe necesaria, sólo le proporcionaría credulidad. Arrogante como todos los jóvenes de todos los tiempos, el aspirante a aprendiz no ceja en su empeño, y Paracelso comienza a darle la primera lección sin que el muchacho lo note:






Paracelso tira la rosa al fuego. Como el muchacho no entiende nada de nada, se disculpa, avergonzado por haber desenmascarado a un hombre sabio que, por desgracia, se reveló como farsante; y se va de casa del alquimista. Al quedarse solo, Paracelso tomó la ceniza en sus manos, murmuró una palabra y (se trata de Borges): "La rosa resurgió". 

El consuelo difuso de esa fantasía, esas líneas subrayadas que no comprendí de inmediato, me acompañó toda la jornada. También por la noche, cuando preparé mi clase de Licenciatura para la mañana siguiente. Además de andar dispersa y exhausta, de ir por el mundo con vidriosa expresión de lagartija, no sabía qué decirles a mis alumnos después de todo esto, cómo retomar las tareas triviales de aprender a diferenciar un artículo de una nota, o de cómo citar adecuadamente una referencia dentro de sus ensayos. Pensé que por fuerza tendríamos que hablar de esto. Habríamos de decir, de decirnos, algo: reconocer que eso había ocurrido y que nos había cambiado.

Cuando empezó la clase, abrí la puerta de ese lugar en el que podríamos hacerlo: era un espacio particular, ajeno a las cosas que nos decimos siempre en esa aula, en esa hora. Y entonces comenzaron a decir lo que habían vivido, lo que habían hecho, lo que no había podido hacer, lo que les había dolido. Lo que les dolía en ese momento ("Una pelota cayó de entre los escombros de la carretilla que yo llevaba. Ahí, ahí, fue cuando sentí muchísima tristeza"). Lo que les había dado esperanza ("Avisé a mis papás que ya casi no tenía pila y no iba a regresar esa noche porque llevaríamos un camión con ayuda a Morelos. No se enojaron"). Aquel lugar que habíamos creado era como un jardín salpicado de losas rotas, de vigas torcidas. Sus palabras brotaban de la maleza como tallos largos y ásperos, coronados por suaves botones. Las rosas de Paracelso surgían de los escombros. Más que bellas, eran verdaderas, llenas de espinas que producían pinchazos de dolor pero también de vida palpitante y roja. Mis alumnos verbalizaron la rabia, la impotencia, la frustración que da saberse en manos de autoridades tan incompetentes como las que tenemos, se percataron de que hay algo que no puede continuar, una forma de la desconfianza y la abulia que, prometen, no permitirán se adueñe de ellos. Pero también, conmovidos, reconocieron que jamás habían imaginado que una población tan indefensa y agotada sería capaz de ser así de ágil y generosa, de funcionar como un organismo perfecto, sincrónico y pleno, para ayudar a los otros. Describieron las lecciones de igualdad, de humildad, de gratitud y dicha que recibieron. Rieron, incrédulos. Agotados, contemplaron en silencio aquel jardín hecho de ruinas y pétalos. 

Ese paraíso en que vivimos, oculto a causa de la violencia, la injusticia, la impunidad, el odio, por un momento, se hizo visible.


20/09. Voluntarios ofrecen comida en zona afectada de Calzada San Antonio Abad. Foto: Lizbeth Hernández para kajanegra.com

No me engaño: la situación en México es desesperada. Es un infierno, para unas personas más que para otras, mucho antes de que la tierra nos mostrara más facetas de nuestra indefensión, de la corrupción y la negligencia, de que ante la tragedia, a pesar de la solidaridad, tampoco somos iguales.

Pero incluso dentro de este infierno, hay, como diría Italo Calvino, aquello que no es el infierno:  quienes se gastaron el dinero que no tenían en pan para gente desconocida, de pronto amada, procurada; nosotras las necias, que creamos certezas que nos rebasan (escuchando con atención, cocinando para los extraños, urdiendo con hilo hogares temporales); es la voluntad de que toda vida importa, hasta la de los loros y los gatos (la compasión por esa otra familia de alguien); son los brazos apartando trozos de concreto, extendiéndose para alcanzar a una muchacha viva, quien quita el peso y abre paso a la linterna en la oscuridad, y es la muchacha viva saliendo de los escombros, sintiendo la lluvia en el rostro.

La puerta de ese lugar que habíamos creado en ese salón se cerraría al acabar la clase, pero prometí que siempre podremos volver allí, cada que ellas y ellos lo necesiten. Salimos de aquel silencio. Ahora tendremos que compartirlo, les dije. Escojan a alguien, a quien sea: a la señora que perdió su casa, a la niña que tiene mucho miedo. Al joven que perdió a su familia, a la rescatista que ya no puede más. A alguien que no tiene ánimo de nada. Escríbanle una carta.

Los vi buscar la forma adecuada del consuelo, la manera más generosa de hacerse presentes en el papel. Cuidaron las palabras. ¿Qué más puede una pedir en una clase de Escritura? Me alivió poderles ayudar a encontrar las más precisas. Uno de ellos me dijo lo que había pensado decir: "Yo no puedo imaginarme nada de lo que estás pasando, qué voy a decirte yo que sea valioso. Sólo quiero que sepas que te admiro. Que te acompaño".

Sentí mucha simpatía por su sensatez y humildad. Pero claro que decir era valioso, me dije. Les dije.

Y acompañaron. Y escribieron sin saber quién recibirá sus cartas.








Que las palabras nos ayuden a recordar cuánto quisimos a quienes nos eran ajenos, cuánto cuidamos de los extraños, cuánto respeto sentimos por la vida de las demás personas. Que las palabras que nos dijimos los unos a los otros (a la familia, a los amigos, y a quienes nunca volveremos a ver) nos ayuden a tener la fe necesaria en nosotros para canalizar donde más haga falta la rabia, el hartazgo, el dolor, la impotencia.

Que ayuden a demoler todo aquello que nos mata para reconstruir en su lugar, si no el Paraíso, un hogar común del que hayamos desterrado al infierno.